martes, 31 de agosto de 2010

Océano de lágrimas.



La tristeza enmudeció sus labios, más palabra alguna no conseguí oír de ella, congelados sus ojos yacían, en un aura de hielo macizo, deseando que tal llama de fuego los encontraran y derritieran aquella soledad que la mataba por dentro. Creo que solo oí su voz una vez, aunque tarareando algo con el viento, sutilmente entrecortada por el llanto, ronca de gritas en su garganta, desgastada cual textura del tronco de un árbol. Yo creo que siempre deseó ser escuchada, más ninguno de vosotros se atrevió a mirarla a los ojos como yo lo hice. Ahora vagará por un tal vez, ya casualmente desilachado y sin rumbo, qué se yo donde estará y si su pena habrá cesado o habrá muerto de ella. Pobre niña dulce, moribunda de cariño, anhelaba ser amada, ser querida, acariciada por unas yemas de unos dedos cuidadosos y atentos. Ahora tal vez baraje yo otra posibilidad en su existencia, puede que duerma mecida por el viejo viento de oriente, buscando un susurro, un aliento que le indique por donde deba seguir vagando. Recuerdo sus ojos grises, donde podía yo sumergirme horas y horas, como si de un océano frío y enorme se tratase, tan tristes que no encontré vida alguna, ni un pececillo, solo la enorme cantidad de agua que sus lágrimas habían acabado formando. Ahora no hay noche que consiga conciliar yo el sueño, pensando en ella, me preocupa el que será o el que seré yo algún día sin el océano de sus ojos, tal vez me asfixie en este vaso de agua, en esta urna de cristal.

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